A 44 años del primer ataque bomba de la Triple A
La organización peronista paramilitar sembró el terror durante la década del ’70, en años convulsionados de la sociedad argentina, y cargó contra gran cantidad de políticos, sindicalistas y militantes. El primer ataque con explosivos tuvo como blanco al ex senador Hipólito Solari Yrigoyen, por su oposición a los beneficios de la burocracia sindical.
La bomba estalló cuando encendió el motor de su auto, el 21 de noviembre de 1973, 44 años atrás.
Hipólito Solari Yrigoyen era senador nacional por la Unión Cívica Radical. Pocos días antes, el jueves 16 de noviembre, había expresado su oposición al proyecto de ley de Asociaciones Profesionales, que consolidaría la “oligarquía sindical”.
El senador, en el debate, objetó la reelección de autoridades gremiales por más de dos períodos, la centralización de las recaudaciones de las obras sociales y propuso la inclusión de la representación de las minorías, en favor de la “democracia sindical”.
Su discurso en el Senado duró 4 horas y 12 minutos. Finalmente, la ley –enviada por el presidente Perón al Congreso- obtuvo media sanción.
“El debate terminó a las cuatro de la mañana. Lorenzo Miguel (jefe de la UOM) lo había presenciado desde el palco. Cuando le preguntaron por mi discurso, respondió ‘Solari Yrigoyen es desde este momento el enemigo público número uno de la clase obrera organizada‘. Sostenía la necesidad de defender a las minorías, no quería el pensamiento único. Había participado de la fundación de la CGT de los Argentinos (CGTA) y hasta mi elección como senador había sido abogado del gremio ferroviario, conducido por los radicales”, según explicó entonces.
El fin de semana posterior al debate, Solari Yrigoyen fue a Puerto Madryn, Chubut, donde vivía, y el lunes 20 volvió a su estudio jurídico de Lavalle 1438, en Buenos Aires. Su secretaria le dio un sobre que había recibido con su nombre. Cuando lo abrió, sólo tenía tres letras: “A A A”. No entendió el significado. El remitente daba una dirección: Tucumán 1660, la sede del Comité Capital de la UCR. Envió a su secretaría para que explicaran qué quería decir ese mensaje. Desde la casa radical respondieron que no habían enviado la carta y tampoco entendían el sentido de las tres letras.
Al día siguiente, martes 21 de noviembre, Solari Yrigoyen salió de su departamento de la avenida Santa Fe, su residencia secundaria, y fue en busca de su auto, estacionado en la cochera 171 del edificio de Marcelo T de Alvear 1276. Había comprado ese espacio en la década del ’60 para guardar su Renault 6. Ese día tenía previsto dar un reportaje junto al dirigente sindical cordobés Agustín Tosco, al que había defendido en su condición de “preso político” y visitaba en la cárcel de Rawson durante la dictadura del general Lanusse.
Cuando Solari Yrigoyen colocó la llave en el tambor y la giró, la bomba estalló.
“El Renault 6 era un auto muy frágil y la onda expansiva se fue por todos lados. Si hubiera sido un coche compacto hubiera muerto instantáneamente. La bomba era para matarme. El coche voló contra la pared de enfrente y empezó a incendiarse. Dios me ayudó porque alcancé a salir, caí envuelto en sangre, y vinieron a auxiliarme”, aseguró entonces.
El repudio fue unánime. Era la primera vez que se atentaba contra un senador de la Nación desde que habían matado demócrata progresista Enzo Bordabehere en el recinto, en 1935. Isabel Perón, que presidía el Senado, fue a visitar a Solari Yrigoyen a la clínica, acompañada por el ministro de Bienestar Social José López Rega. Llevó flores.
“Isabel entró a la habitación. Dijo ‘¿qué quieren hacer de este país? ¿Una Cuba, un nuevo Chile?’ Como haciendo entender que la ultraizquierda había hecho el atentado”.
Solari Yrigoyen la escuchaba pero no podía hablar. Había tenido cinco operaciones, me sentía muy mal, y se había analizado la posibilidad de cortarle la pierna izquierda, que era la más afectada. El doctor Yañez se opuso terminantemente. Después pasó mucho tiempo en silla de ruedas y desde entonces camina con bastón.
A la clínica también se acercó Lorenzo Miguel. Habló con la esposa de Solari Yrigoyen: “Yo no tuve nada que ver”, explicó.
Solari Yrigoyen creía que habían sido los “servicios”, o gente vinculada a ellos. “A mí siempre me ataca la derecha autoritaria”, decía. En agosto de 1972, cuando era miembro de la Asociación Gremial de Abogados, le habían puesto una bomba, el mismo día de los fusilamientos en la base naval de Trelew. “Yo no sabía qué era la Triple A. Era la primera vez que actuaba. Pusieron la bomba porque estudiaron mis pasos y sabían que los fines de semana yo viajaba a mi provincia”, explicó entonces.
La organización “Triple A” (Alianza Anticomunista Argentina) había surgido como una herramienta de “depuración interna” para poner freno a la movilización de Montoneros y también contra sectores de izquierda. De hecho, la Triple A acusaba al radical Solari Yrigoyen de “comunista”. “Era la época de la Guerra Fría. Estaba de moda acusar de comunista a cualquiera que se opusiera a algo”, diría tiempo después. A Eduardo Angeloz, su compañero de bloque en el Senado, lo acusaban de ser “agente del imperialismo”.
En el verano de 1973, Montoneros había tomado protagonismo en la campaña electoral de las primeras elecciones libres desde 1951, que llevó a Cámpora al gobierno. Como parte del acuerdo político con el Movimiento Justicialista presidido por Perón, obtuvo cargos en gobiernos provinciales. Era un tiempo en que la política se hacía en las calles, barrios o fábricas, o en las movilizaciones populares. Los espacios de representación institucional no resultaban atractivos para la militancia.
El regreso de Perón, el 20 de junio de 1973, resultó el primer quiebre de su relación con la izquierda peronista. Desde entonces, en el peronismo clásico u ortodoxo, comenzó a anidar la idea de “ganarles la calle” y restablecer el orden y el control ideológico del Movimiento. El peronismo en “pie de guerra” no era una metáfora política.
En agosto de 1973 López Rega acababa de conformar sus brigadas de custodia con ex policías desplazados por delitos criminales y otros que había conocido en su carrera policial en los años ’50. Ahora se reincorporaban al Ministerio de Bienestar Social. Entre ellos estaba el comisario Morales, Rodolfo Almirón, Miguel Rovira, y otro llamado Juan Carlos Lagos. Este último luego sería separado de la custodia porque –según declarara en la causa judicial de la Triple A- López Rega le dijo que “necesitaba otro tipo de gente menos limpia para hacer los trabajos que él quería”. Lagos pasó a integrar la custodia de Isabel Perón según se explica en López Rega, el peronismo y la Triple A (del autor de este artículo).
El Ministerio se fue preparando para las acciones paraestatales, con la incorporación de militantes de agrupaciones “ortodoxas” como empleados de planta. También se importaron desde Inglaterra –de contrabando- ametralladoras Sterling, que se guardaban en el depósito del microcine, en el segundo subsuelo del organismo público. Una “ley interna” para los que actuaban en actividades armadas indicaba que “no había que llevarse a dormir la ametralladora a la casa”, porque no eran para defensa personal sino para las “operaciones que surgían desde el mismo Ministerio”.
El asesinato del jefe de la CGT José Ignacio Rucci, el 25 de septiembre, por parte de Montoneros, marcó el segundo punto de quiebre en la política del año 1973.
El crimen unió a todos grupos opuestos a la izquierda peronista.
La respuesta fue la “depuración interna” en el Movimiento Justicialista por motivos estrictamente ideológicos. La “depuración” incluía la expulsión de los cargos políticos –en todas áreas del Estado, municipal, provincial y nacional- y también, en muchos casos, la eliminación física.
La primera víctima de esta política sucedió en forma simultánea a los funerales de Rucci, con la muerte de un militante de la Juventud Peronista en el barrio de Belgrano. Una comisión “mixta” de policías y civiles salió del Ministerio con un Rambler oficial, tocó el portero eléctrico de su departamento y cuando Enrique Grynberg se asomó a la calle, lo mataron. El blanco había sido escogido casi al azar para dar una respuesta inmediata.
El 28 de septiembre, un artículo La Opinión registraba la discusión interna entre el Ministerio del Interior y la Policía Federal sobre cómo debía afrontar el Estado atentados como el de Rucci. El ministro del Interior Benito Llambí indicaba que debía recurrirse a los organismos de seguridad (policía, gendarmería y “en ningún caso las Fuerzas Armadas”) y el jefe la Policía Federal, general Miguel Ángel Iñiguez, afirmaba que “la prevención debía hacerse con los mecanismos de seguridad que se han ido forjando en el propio seno del Movimiento”, es decir, por afuera de los mecanismos institucionales.
Esta última opción sería la acordada por el Consejo Superior Peronista, que se reunió el 1° de octubre, en la que participaron legisladores, gobernadores y el presidente electo Juan Perón. De allí surgieron las directivas partidarias para dar respuesta a la “guerra desencadenada contra nuestra organización y nuestros dirigentes”, manifestada por la “infiltración de grupos marxistas” y el asesinato de dirigentes, en obvia referencia a Rucci.
El corazón del “Documento reservado” –dado a conocer por La Opinión al día siguiente- indicaba que el Movimiento ingresaba “en estado de movilización de todos sus elementos humanos y materiales para enfrentar esta guerra” y anunciaba que en todos los distritos se organizaría “un sistema de inteligencia al servicio de esta lucha, el que estará vinculado con el organismo central que se creará”.
El Consejo Superior Peronista abría las puertas de la acción ilegal: “se utilizarán todos los medios de lucha que se consideren eficientes, en cada lugar y oportunidad. La necesidad de los medios que se propongan será apreciada por los dirigentes de cada distrito. Los compañeros peronistas, sin perjuicio de sus funciones específicas, deben ajustarse a los propósitos de esta lucha, haciendo actuar todos los elementos de que dispone el Estado para impedir los planes del enemigo y reprimirlo con todo rigor”.
A partir de entonces se inició una etapa de “conurbanización” de acciones violentas, que luego se asumirían bajo la máscara de la “Triple A”. La organización paraestatal no tenían un mando centralizado, sus acciones provenían de distintos ámbitos, aunque sí tenían un “enemigo común, la “infiltración marxista” en el Movimiento.
La “depuración” se definía en los territorios locales, según sus propias características y enemigos internos, y a partir de allí se elegían los blancos.
Seis días después del atentado contra Solari Yrigoyen, el 27 de noviembre de 1973, fue muerto Antonio “Tito” Deleroni en la estación ferroviaria de San Miguel. Deleroni era abogado, defensor de presos políticos de la Gremial de Abogados y dirigente del Peronismo de Base (PB) de esa localidad.
El azar quiso que un policía franco de servicio persiguiera y detuviera a su agresor, a punto de escapar en un Fiat 128. En su declaración ante el juez Julio Ricardo Villanueva afirmó que integraba el “Servicio de Inteligencia Peronista (SIP)” y cumplía las directivas de “depurar marxistas“, que surgieron del “Documento Reservado” del Consejo Superior Peronista. Los dos domicilios que acreditó correspondían, uno a ese organismo, y otro a la unidad básica “20 de Noviembre”, que actuaba en el Ministerio de Bienestar Social**.
La “depuración interna” representó un permiso para la impunidad. La idea de, en palabras de Perón, de “desinfectar a tiempo los gérmenes del Movimiento Peronista“, conduciría a la creación del terror estatal. Perón, como presidente, jamás condenaría en forma explícita a la Triple A.
Después de la primera bomba contra Hipólito Solari Yrigoyen, el terror paraestatal desplegaría mayor intensidad, con persecuciones, atentados y centenares de crímenes.
El año pasado, por primera vez, cinco miembros de la Triple A fueron condenados por “asociación ilícita”, después de que la causa judicial permaneciera archivada durante varias décadas.
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